Mi madre, una mujer muy sapiens, me dijo una vez que para lo único que había sido constante en mi vida era para escribir. Aquella frase, que bien podría conformar mi epitafio, me abrió los ojos. Soy escritor, me dije. Y, efectivamente, desde entonces hasta hoy he seguido escribiendo.Mi primer cuento lo escribí con siete u ocho años, lo cosí con hilos de lana y se lo regalé a ella. Lo conservó hasta el día de su muerte, fecha en la que yo lo perdí todo.

¿Es lo mismo escribir que ser escritor?

Soy un cooperante, un profesional de la ayuda humanitaria que en los veinte años que han pasado desde la muerte de su madre ha vivido en Baler, donde los últimos soldados españoles se resistieron a creer que Filipinas ya no era una colonia y donde descubrí que sin mis privilegios soy mejor sapiens;  también en Kigoma, a orillas del lago Tanganika: el coño del mundo, como dijo un amigo geólogo mientras lo contemplábamos extasiados, unos de los lagos más largos y profundos, donde un viejo barco, el Liemba, te lleva de un extremo a otro, desde Burundi hasta Zambia, flanqueado muy de cerca por las espesas selvas de El Congo y Tanzania; y no muy lejos de allí, en Mugumu, en pleno Serengeti, donde voluntarios de extrema calidad humana hicieron posible que al cabo de tres años 20.000 personas tuvieran acceso a agua segura. Mucho tiempo después regresé a Tanzania, a la zona del Kilimanjaro, del que muchos dicen es el techo de África, pero en realidad es la cúpula, porque el techo es más bajo y se encuentra entre Etiopía y Sudán, en las montañas Simien, en cuya cima superé una malaria. Allí, en Simanjiro, una voluntaria me dijo: aquí es mejor ser vaca que mujer. Mauritania, Chad, Líbano, Jordania, Irak, o para mayor exactitud, el Kurdistán iraquí, donde trabajé en los campamentos de personas desplazadas por la inhumanidad del grupo terrorista Daesh, 10.000 yazidíes, una de las religiones más antiguas del mundo, una etnia que ha sufrido ya varios genocidios y de los que en occidente poco o nada sabemos, que me enseñaron el inconmensurable valor de ser uno mismo. El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua. ¡Cuánta belleza entre tanta violencia! La erupción del Volcán de Fuego y aquel: ¡corred, insensatos! Y tantas y tantas amistades sapiens… 

La materia prima de un escritor no son las palabras, sino la vida. A lo largo de la mía he escrito, no mis vivencias, sino las ficciones que de ellas nacen. Un día un personaje se asomó a mi imaginación. Me encontraba en Pedernales, un pueblo costero de Ecuador demolido por un terrible terremoto en el año 2016. Soy yo, me dijo. ¿Y quién eres tú?, pregunté. Soy Ío, respondió. Aquel ser sin rostro rondó mi mente de manera asidua. La primera persona, me dije, ¡qué buena idea! Ío se me aparecía escondido entre un denso follaje desde el que se avalanzaba con toda su ferocidad para agarrar el cuello de un ciervo, doblegarlo y matarlo. Escribí varias veces la escena, pero no lograba vaciarme de ella; no terminaba de comprender quién era Ío ni por qué me hostigaba. Hasta que un día, habría pasado al menos un año, en aquella casita de la señora Rocío de repente lo supe: la primera persona nace de la primera conciencia individual. ¡Yo! Aquel era su grito. ¡Ío! Y me pareció tan humano que tuve que darle vida. 

No sabía entonces que aquel sería el primero de una serie de relatos. A aquellas alturas ya había cursado el máster de escritura creativa, porque yo escribía, sí, pero soy de ciencias y tenía grandes lagunas en el mundo de las letras. Me había tomado aquel año para descansar, para aprender, pero también porque aquella frase lapidaria de mi madre me empujaba a creer que yo debía convertirme en escritor. Antes del máster escribía por instinto. Después pude hacerlo con la serenidad de quien conoce el oficio. Pero no fue hasta escribir la historia de Ío cuando encontré mi estilo: investigar, estudiar, descubrir, saberlo todo sobre un tema para luego inventar, construir y deconstruir mundos que quizá existieron. Entre emergencias y viajes escribí el resto de los relatos que componen Los sapiens se van a casa, cuyo viaje es también el mío.